Una característica eminente del arte cristiano medieval es su luminosidad, a menudo realzada mediante la utilización de pan de oro en los cuadros y estatuas, o de vidrieras en las iglesias que transforman el ambiente con el paso de la luz del sol. ¿A que se debe esta estética, que podríamos denominar estética de la luz? A que Dios es luz, y solo lo que tenga luz podrá ser bello porque se parece más a Él; y, cuanta más luz, mayor Belleza. La luz de la obra de arte permite que trascienda su materialidad intrínseca para dotarla de contenido sobrenatural.
La estética de la luz está enraízada en la teología de la luz. La Biblia concede una gran importancia a la luz y las menciones al respecto aparecen por doquier ya desde el Antiguo Testamento, y se multiplican en el Nuevo. Aquí vamos a traer a colación tan solo algunos ejemplos, que nos permiten comprender el sentido general de todas las afirmaciones acerca de este tema.
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Aun cuando estemos en una noche oscura, sabemos que no caminamos en tinieblas, sino que Dios nos está alumbrando de una forma misteriosa, para que al final el resplandor sea mayor y más brillante que nunca.
La luz implica también estar expuesto, y eso puede dar hasta miedo. Los trastornos alimenticios son enfermedades de la oscuridad, no queremos que nuestras obras salgan a la luz, sino que nos movemos por cloacas inmundas.
Así, nuestra luz deja de brillar, porque si otros vieran nuestras obras, no les alumbrarían, no les indicarían el camino de la Luz, sino que les abrirían los ojos a un abismo de oscuridad.
Dejemos que un rayo de luz del Señor penetre nuestra vida, ilumine toda la oscuridad, aunque nos haga avergonzarnos, y finalmente la destruya con su fulgor e inflame nuestro corazón en el fuego de Su amor.
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