Todo cristiano comprometido es consciente de su deber de evangelizar. Llevarlo a la práctica es más complicado. Muchas veces, no queremos que la gente se asuste y nos pueden los “respetos humanos”, por lo que acabamos diluyendo el mensaje, que es lo mismo que presentar solo a un pseudo-Cristo. Al mismo tiempo, desde esta experiencia, podemos pensar que cualquier intento de adaptación del lenguaje o de los medios es peligroso, es una manipulación, es… como si esto fuera marketing.
Existen ámbitos de gran relevancia en nuestra sociedad en los que los cristianos nos hemos limitado a adoptar los valores seculares, en lugar de transformarlos creativamente para trascenderlos. Uno de ellos es, en gran medida, el del marketing. Esto lleva en muchos casos al rechazo o la sospecha hacia una herramienta que potencialmente es muy buena.
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En efecto, tenemos algo mejor que cualquier producto o servicio: a Jesucristo, la Verdad y el Amor. Y, sin embargo, cualquier empresa se dedica a intentar vender lo suyo con mucha mayor dedicación y esfuerzo, quieren que sus potenciales clientes les conozcan, confíen en ellos y les amen para que así compren sus productos.
Ojalá los cristianos pusiéramos el mismo empeño en hacer las cosas bien, no de cualquier manera y chapuceramente. Ojalá de verdad nos preocuparan tanto las personas a las que hemos de evangelizar como para cuidarlas al menos tanto como las empresas cuidan a sus audiencias.
Primero, porque Dios se merece lo mejor. No es virtud el pensar que, como el resultado de la evangelización depende de Dios, se puede hacer descuidadamente y eso demuestra confianza en Él. No. Es una obra que hacemos para el Señor, y hemos de presentar una ofrenda lo más bella posible.
Y segundo porque, al fin y al cabo, las empresas conseguirán dinero de sus ventas, mientras que nuestro beneficio son almas que llevar de nuestra mano a la vida eterna.
¡A conquistar almas para el Corazón de Jesús!
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